sábado, 26 de noviembre de 2016

En la Feria Internacional del Libro de Quito (1): la inauguración

La Feria Internacional del Libro de Quito, a la que he sido invitado por la generosa sugerencia del poeta ecuatoriano Edwin Madrid, se celebra en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en el Parque del Arbolito. Debe de haber una razón para llamarlo así, pero, por más que me esfuerzo, no la encuentro: todos son arbolazos, con pájaros exóticos y todo. Asisto a la inauguración de la Feria, tras la que se inician los actos programados, el primero de los cuales es una lectura en la que participo con el cubano Sigfredo Ariel (este año el país invitado de honor es Cuba) y el ministro de Cultura del Ecuador, que también es poeta, Raúl Vallejo (aunque seguramente sería más adecuado decir que leo con el poeta Raúl Vallejo, que también es ministro de Cultura del Ecuador). Todas las inauguraciones, en todos los países del mundo, se parecen, y esta no es una excepción. Los parlamentos se suceden: por el atril desfilan los representantes políticos y culturales del gobierno anfitrión entre ellos, la presidenta de la Asamblea Nacional y del gobierno invitado, con alocuciones institucionales que, por decirlo con suavidad, no mueven al entusiasmo. Alguna resulta especialmente soporífera; alguna otra consigue espabilarnos un poco, como la de Vallejo, cuya intervención vivifica su condición de escritor. En los discursos, o más bien arengas, de los delegados cubanos no faltan las loas a los logros de la Revolución (los de siempre: sanidad y educación) y las denuncias al "criminal bloqueo", que ni ha sido bloqueo (sino embargo comercial por parte de un solo país, los Estados Unidos: Cuba podía mercar con cualquier otra nación del planeta, pero no tenía con qué hacerlo) ni criminal (porque establecer un embargo comercial, por más criticable que sea, no está tipificado como "crimen" en ningún código penal del mundo) y que, además, ya está en vías de concluir, pero en el que los funcionarios cubanos insisten porque, en casi sesenta años de Revolución, no han encontrado enemigo mejor para atribuirle todos los fracasos propios. Algunos de los que escuchamos, y que ya hemos empezado a tratarnos como el francés Stéphane Chaumet y los ecuatorianos Edwin Madrid y su mujer, Aleyda Quevedo-, echamos en falta algunos otros conspicuos logros del castrismo, como la falta de libertades y la represión política, los campos de trabajo, la persecución de los homosexuales, la ineficiencia económica y la pobreza generalizada, así como, entre los escritores que demuestran el gran nivel de la literatura cubana uno de los cuales es, para una de las oradoras, Alejo Carpénter, otros que también lo acreditan, pero que nunca aparecen en los panegíricos oficiales, como Guillermo Cabrera Infante, Reynaldo Arenas, Lorenzo García Vega u Orlando González Esteva. Acabados los parlamentos o, en el caso de los cubanos, las soflamas, pasan a interpretarse los himnos de Ecuador y Cuba. El primero corre a cargo de una soprano muy bajita, que lo ataca con la solemnidad que la ocasión merece. Todos lo escuchamos de pie. Del segundo se responsabiliza un señor negro, calvo, con tejanos, camisa negra por fuera del pantalón, corbata azul fluorescente y un arete en la oreja, aunque su actuación es breve: "La bayamesa", el epinicio nacional, que se remonta a 1868, cuando los cubanos ya se partían la crisma con los españoles, solo tiene dos estrofas; las otras cuatro fueron prudentemente eliminadas en 1902, una vez el país había ganado la independencia, porque no facilitaba las relaciones con la Madre Patria que dijeran, por ejemplo: "No temáis [a] los feroces íberos. / Son cobardes cual todo tirano. / No resisten al bravo cubano. / ¡Para siempre su imperio cayó!"; o bien: "Contempladlos a ellos caídos, / por cobardes se fueron vencidos". Y eso sin contar con el pequeño detalle de que quien venció a los españoles no fue "el bravo cubano", sino el aplastante norteamericano, cuya superioridad militar cayó con todo su peso sobre las exhaustas espaldas coloniales, a pesar de una resistencia tan desesperada como inútil. Mientras el solista entona el himno, es admirable el acompañamiento de su coro, en el que destaca un joven mulato con cresta cheroqui amarilla, gafas de espejo verdes y más aretes en las orejas: se conoce que los aretes en las orejas son imprescindibles en las orquestas modernas. Concluidos los himnos punteado el cubano por algún espontáneo "¡Viva Cuba!" que surge de entre el gentío, la banda contratada para la ocasión se arranca con lo que le sale de dentro: una actuación de salsa (con la que está en su salsa), con piezas memorables (entre las que, por desgracia, no se cuenta "Devórame otra vesss") que, al fervor patriótico provocado por "La bayamesa", suman el entusiasmo febril de los sones populares. Cuentan con la inestimable colaboración de la señorita Catalina, una isleña rolliza, residente en Quito, que se ha sumado a la fiesta y que parece a punto de explotar: Catalina no se viste, sino que se envasa al vacío. Con el frenesí del coplero y de la señorita Carolina, todos los cubanos, y no pocos ecuatorianos, empiezan a menear las caderas, girar las rodillas y puntear con los zapatos el ritmo sabrosón del grupo, en el que el joven de la cresta cheroqui se ha desatado y aporrea los bongos con pasión inenarrable, hasta configurar un espectáculo desenfrenado que suscita el disgusto de Aleyda, que me revela que a la banda se le había encargado una actuación con piezas clásicas y de jazz, pero que la han sustituido, motu proprio, por esta exhibición poco sobria, que concluye, como era de esperar, y apoteósicamente, con "Guajira Guantanamera". Tranquilizados los ánimos, nos dirigimos a la sala de actos donde se va a hacer la lectura. Para ello, tenemos que atravesar la pleonásmica exposición "Fidel es Fidel", compuesta por fotografías y vídeos del Comandante en el ejercicio del cargo. Confieso que no me resulta cómodo pasar por delante de un televisor en el que se proyecta interminablemente una grabación de Castro, vestido de generalísimo de los ejércitos, y pronunciando alguno de sus mesurados discursos, de nueve horas de duración, como aquel en el que dijo que en Cuba no había opositores, sino solo contrarrevolucionarios pagados por los Estados Unidos, o aquel otro, de 1966, en el que auguraba que la producción lechera de la isla sería tanta que se podría llenar de leche la bahía de La Habana. Dejamos atrás la hagiográfica exposición de Cuba en la FIL y pasamos a la sala de la lectura. Hay mucho público, al que, asombrosamente, no han retenido en el vestíbulo los mojitos y cubalibres gratuitos que se están sirviendo. A mí me toca leer el primero, tras la presentación de una meritoria de la organización, que me llama "Edward Moga" e informa de que soy "doctor en Filosofía"; luego lo hace Sigfredo Ariel (al que la misma meritoria llama "Sigifredo") y, por último, Raúl Vallejo (del que se limita a decir que es ministro de Cultura y que nació en 1959...), uno de cuyos poemas canta a los compatriotas emigrados a España e inevitablemente llamados "sudacas" por los pijos de la Castellana, y otro recuerda el asesinato del Che: el primero debe de ser un guiño (crítico) a mi presencia, y el segundo, otro (elogioso) a la presencia de Ariel. Cuando bajamos del escenario, todo el mundo, incluido el embajador de Cuba, nos estrecha la mano (en el improbable caso de que lea este diario, quizá lamente el gesto), y un anciano me entrega un sobre en cuyo remite ha escrito "El Poeta": me temo lo peor. Salimos a la calle charlando con el escritor peruano Fernando Ampuero, que es la viva imagen de Omero Antonutti. Hoy ha caído, al mediodía, un tormentón tropical, y las calles están empapadas. Las ranas croan.

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