martes, 10 de enero de 2017

Angelina Gatell

Me entero hoy martes de que el sábado murió en Madrid la poeta Angelina Gatell. Su nombre no dirá nada, o muy poco, a muchos y, para más inri, su fallecimiento se ha visto oscurecido por una desgraciada lluvia de decesos de gente más importante o mediática, como Zygmunt Bauman o Ricardo Piglia. Manuel Rico glosa hoy, en un largo obituario en El País, su figura y su trayectoria. Y no es extraño que lo haga, porque él ha sido uno de los principales valedores de Gatell y acaso quien más se haya esforzado por la recuperación de su obra. Yo mismo era un perfecto ignorante de la poesía de la autora de Barcelona (había nacido en mi ciudad en 1926, aunque se había trasladado a Valencia con quince años, y luego a Madrid) cuando Manuel me propuso prologar un libro que en realidad eran dos: Los espacios vacíos y Desde el olvido, y que se iba a publicar en Bartleby Editores. El primero consistía en una colección inédita y el segundo, en una antología de la poesía que había escrito entre 1950 y 2000, y en la que se incluía una serie, también inédita, de sonetos. Por qué me lo propuso a mí, tan alejado, como creador, de la estética social predominante en aquellos poemarios, solo Dios lo sabe. Quizá se fijó en nuestro origen común o, prefiero pensar, en el fondo existencial, de reflexión íntima y persecución del amor, que latía en aquellos libros combativos y denunciadores, y con el que enseguida me sentí identificado. En efecto, la poesía de Angelina Gatells me llamó la atención por varias razones, y una era esa: el empuje de una extraordinaria ansia vital, junto con el compromiso ético, el combate político y la reivindicación de la mujer; otra, su perfección formal: sus sonetos, por ejemplo, eran de una delicadeza, una precisión y una naturalidad insuperables. Angelina Gatell formaba parte de aquel grupo de escritoras del medio siglo, como Carmen Conde, Aurora de Albornoz, Gloria Fuertes o Ángela Figuera Aymerich, que conocieron la tragedia de la Guerra Civil y sobrevivieron al franquismo trabajando muy duramente por su dignidad como poetas, mujeres y ciudadanas. Pero, si la obra de la poeta recientemente fallecida era sobresaliente, su personalidad no lo era menos. Su trato afable, su finura intelectual, su espíritu pugnaz y su anchurosa humanidad la hacían un ser admirable. Estaba contenta como una niña con zapatos nuevos con su reaparición poética en 2001. Cuando le pregunté cómo había podido pasar 31 años sí, 31 años, desde 1969, cuando había aparecido su último y excelente poemario, Las claudicaciones apartada casi totalmente de la poesía, me dio una respuesta tan sencilla como abrumadora: "Es que tenía que trabajar para vivir. Era muy difícil hacer versos y mantener una familia". En aquel larguísimo paréntesis de silencio, se había dedicado a la traducción de literatura infantil y al doblaje, entre otros menesteres, y de sus peripecias en Televisión Española conservaba un buen montón de anécdotas, algunas de las cuales involucraban al inolvidable Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo, y al no menos ínclito Adolfo Suárez, que fue, entre muchos otros cargos del franquismo, no hay que olvidarlo, director general de Radiodifusión y Televisión entre 1969 y 1973. Me contaba aquellas aventuras, que en muchos casos suponían enfrentamientos con aquellos prebostes de la dictadura, con el orgullo y el punto de fiereza de la vieja militante comunista, acostumbrada a bregar, como un escollo más de la vida, con los oscuros funcionarios del Régimen. Del torpe prólogo que escribí para Los espacios vacíos y Desde el olvido le gustó especialmente que hubiera descubierto una alusión velada, en uno de sus poemas, al levantamiento de los campesinos catalanes en 1640 (ese que canta el himno de Cataluña, Els segadors). Seguimos en contacto después de la publicación del libro. A veces me llamaba por teléfono y charlábamos un rato. Su voz siempre me pareció enérgica y delicada a la vez, como ella misma. Cuando en 2007 apareció, también en Bartleby, la editorial que ha impulsado su obra todos estos años, Mujer que soy (La voz femenina en la poesía social y testimonial de los años cincuenta), una magnífica antología de once poetas españolas de la generación del 50, reseñé el libro. Y me mantuve atento a sus siguientes entregas: Noticia del tiempo (2004), Cenizas en los labios (2011) y La oscura voz del cisne (2015), cuyos títulos, por sí solos, revelan la creciente y comprensible preocupación de la poeta por el inexorable final, aunque sin abdicar de los anhelos y creencias de toda su vida. La última vez que vi a Angelina fue hace tres años, en la presentación en La Casa Encendida, de Madrid, de Rompiente, el poemario, también publicado por Bartleby, de la norteamericana Jorie Graham. Allí estaba, sentada en una de las primeras filas, guapa, como siempre, y atendiendo con interés a los traductores de Jorie. Hablamos, claro, a pesar del gentío; apenas me mencionó sus últimos alifafes: no le gustaba molestar. La despedí con el cariño y el respeto que me han merecido siempre las personas íntegras, discretas y abnegadas. Angelina, además de ser una gran poeta, era una gran mujer. Descanse en paz.

Transcribo un poema de Ceniza en los labios:

Qué inaudita tu voz, qué misteriosa
la reverberación de sus metales,
el rastro que dejaba en la arboleda
apócrifa del aire.
Era como
un suavísimo adorno
de la tarde inclinada sobre el río,
cayendo nota a nota en el acero
intranquilo del agua.

Y yo como naciendo en una
dimensión ignorada de mí misma,
todo lo más augurio, nebulosa,
girando en el espacio, extraviada
en el dulce dominio del asombro,
respirando palabras como flores
confusamente abiertas
y en los parterres de la tarde.
                       (Amor, no entiendo lo que dices.
                       Sólo sé que me duele…).

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