miércoles, 17 de mayo de 2017

Un finde en Badajoz (1): galaxias y jueces

Como Ángeles está de guardia localizada este fin de semana, decidimos pasarlo juntos en Badajoz. Salimos la tarde del viernes para hacer un recado y luego cenar por ahí. El recado consiste en llevar a enmarcar algunos grabados y serigrafías que tengo pendientes de adecentar desde hace años. Vamos caminando desde nuestra casa al centro; siempre lo hacemos así: es un largo paseo, pero nos conviene para combatir nuestro irremediable sedentarismo. Cuando cruzamos el Guadiana por el puente de la Universidad, no podemos dejar de reparar en los bancos de camalote que devoran las orillas y las islas interiores. Como no se le ponga coto pronto, todo el río desaparecerá bajo una especie tan invasora y dañina como los concursos de cocina en la televisión. Al otro lado del Guadiana, damos pronto con una tienda de enmarcación. La atiende uno de los palomos cojos que han hecho justamente célebre a la ciudad. Cuando ya hemos acordado lo que queremos, no nos pide paga y señal: las obras, dice, son garantía suficiente. Cumplido el deber, buscamos ahora el placer. A Ángeles le apetece cenar en un restaurante japonés, aunque yo no sea ningún fan del pescado crudo, como no lo soy de ninguna carne cruda; por el contrario, creo firmemente en las virtudes civilizatorias del fuego. No obstante, como en nuestra relación yo siempre tengo la última palabra "sí, cariño", nos dirigimos a uno de los japos pacenses con mejores reseñas en tripadvisor. Una vez allí, nos disgusta el ambiente moderadamente cutre, con olor a fritanga, no hay clientes, lo que siempre resulta sospechoso, y todo el personal es negro. No es que esto sea un inconveniente, pero nos desconcierta: esperábamos que fuese amarillo. Cambiamos de idea es decir, Ángeles cambia de idea y probamos suerte en otro restaurante del que también encontramos buenas referencias en ese piélago de sabiduría que es Google, el Galaxia, cerca del nipón tenebroso. La decoración no es mucho mejor que en este, aunque sí más ecléctica. En las paredes, que configuran una suerte de tubo metalizado, como el puente de una nave estelar, con enormes ojos de buey, se mezclan añejas fotos de toreros y carteles de corridas de toros, una camiseta y una bufanda enmarcadas del Atlético de Madrid (la bufanda es de la peña Diego Godín de Majadahonda) y jamones colgando. Tendrá forma de vehículo espacial, pero el interior recuerda a una tasca de carretera. Y la comida, como descubriremos a continuación, no está a la altura del precio, desorbitado: pagamos 68 euros de vellón por una cena mediocre, en la que solo descuella el postre, un sorbete de mandarina al cava que nos aligera de las pesadeces anteriores. Mientras nos lo tomamos, observamos a una familia, en una mesa vecina, que debe de estar celebrando algo. A las señoras empingorotadas y los caballeros enhiestos acompañan dos adolescentes trajeados y con unos flequillos que podrían cortar pan. Uno completa el memorable atuendo con unos tirantes con la bandera española, como los que usaba don Manuel Fraga Iribarne, tan añorado. Pero el muchacho demuestra una vez más que la formalidad en el vestir no se corresponde con la elegancia en el estar: con su traje y su corbata y su flequillo y sus tirantes patrióticos, suelta unos lametazos al cuchillo que nos ponen los pelos de punta. Volvemos a casa con la sensación de que todo ha salido razonablemente mal: solo el encargo de los marcos parece haber funcionado, aunque está por ver el resultado. En el camino de regreso, pasamos por delante de la librería que distribuye los libros de la Editora Regional de Extremadura. En el escaparate hay mochilas de colores para niños y una amplia selección de superventas, de Matilde Asensi a Carlos Ruiz Zafón, pero ni un solo libro de la Editora. Decididamente, hoy no ha sido nuestro día.

El sábado por la mañana volvemos a la ciudad, esta vez para visitar el Museo de Bellas Artes. Optamos por seguir hoy el paseo fluvial hasta llegar a otro puente, el de Palmas, a cuya salida nos encontraremos ya muy cerca de la pinacoteca. En un punto del camino, vemos a un ciclista, junto al agua, dando pan a los gansos. En realidad, no les da pan: les da la panadería entera. Los bichos se le amontonan, entre graznidos y revuelos, como si se lo fueran a comer a él. Al lado del ciclista, un enorme cartel prohíbe alimentar a los animales. Ya en el casco viejo, observamos la atrayente mezcla de casonas burguesas del diecinueve y construcciones proletarias del veinte, muchas de las cuales amenazan ruina. Entre las primeras, descubrimos la casa natal de Manuel Godoy, aquel cadete de la guardia de corps de Carlos IV que acabó siendo el Príncipe de la Paz, cuya lista de títulos y honores es casi tan larga como la de la reina de Inglaterra entre los cuales destaca el de Generalísimo, en el que precedió a otro militarote advenedizo bien conocido, aunque sus méritos parezcan más bien provenir de una guapura y una fogosidad muy apreciadas por María Luisa de Parma, la esposa del monarca, a la que Goya pintó como un loro. Mientras descansamos de la caminata en una terraza, cerca ya del museo, tomando una cerveza, pasa por nuestro lado una septuagenaria con el pelo hacia arriba, como Marge, la madre de los Simpson, aunque no sea azul, sino gris. Pronto veremos más imágenes inverosímiles en el Museo de Bellas Artes, situado junto a la Giraldilla. Y las veremos a nuestras anchas, porque en el Museo no habrá nadie más que nosotros, y los vigilantes de seguridad (que nos siguen discretamente en cada planta, no sé si para vigilarnos o porque los sacamos del aburrimiento), durante las dos horas largas de nuestra visita. Esta parece ser una costumbre de los museos pacenses: que nadie los visite nunca. Tampoco había nadie en el MEIAC ni el el de la Ciudad cuando los recorrimos, y eso que todos son gratuitos: quizá habría que cobrar entrada para que acuda el público. Veo, complacido, que menudean los pintores catalanes: Dalí, Guinovart, Tàpies, Estruga, Armando Font, Masriera, Subirachs. También los trabajos sobre la tauromaquia como un precioso dibujo de Rafael Alberti, algunas atormentadas piezas de Juan Barjola y un magnífico "Derribo del picador", de Antonio Gallego Cañamero, lo que resulta comprensible en esta tierra tan taurina. Y si Alberti pintaba a la vez que componía versos, aquí descubro que Luis Álvarez Lencero era escultor además de poeta: sus piezas, estilizadas, aéreas, me sorprenden por su expresiva ligereza, por su sencillez poco acomodaticia. El costumbrismo está ampliamente representado en las colecciones del Museo, pero me interesa poco. Adelardo Covarsí, por ejemplo, el más venatorio de los pintores extremeños, y aun del mundo entero, solo sabe componer escenas estáticas, retratos pasivos, maniquíes chatos, de rostros inexpresivos, intercambiables, aunque, eso sí, en óleos anchurosos y con gran aparato de escopetas, cananas, chambergos, zurrones, sabuesos y jacos, sobre fondos de montes o dehesas o cielos llenos de púrpuras y rosas, artificiosos. Por una suerte de justicia poética (o pictórica), a su lado descubro al artista extremeño más interesante, a mi juicio, de los aquí expuestos, Antonio Juez Nieto, que encarna los antípodas de Covarsí: la suntuosidad, el orientalismo, la investigación en los otros mundos (a veces, los inframundos), el Art Nouveau; no necesariamente la vanguardia a la que criticó, sobre todo al cubismo, que aborrecía, pero sí el antirrealismo, la fantasía, el sueño y el sexo, en su caso, una homosexualidad ardiente, que lo llevaba a pintarse a sí mismo con traje de varón pero tacones de mujer y pestañas postizas. Fruto de su interés por un erotismo explícito son sus cinco lienzos pintados en 1936 para los almacenes "La Giralda", que describen a cinco femmes fatales de la historia y la cultura: Venus, la reina de Saba, Cleopatra, Haru-Ko y Carmen, con cuerpos insinuantes, envueltos en un tórrido y exuberante ornato. La serie causó un considerable escándalo en su tiempo y hubo de ser retirada. Uno piensa en lo asfixiante de las costumbres de entonces cuando repara en que en estos cuadros de Juez Nieto, considerados el colmo de la impudicia, apenas se ve nada: como mucho, una teta en alguno de ellos, y de refilón. Para los probos caballeros y muy augustas señoras de aquel Badajoz prebélico, que se distinguiera un ombligo, un tobillo o un hombro nacaradamente desnudos, y no digamos un muslo o un pecho, era una desvergüenza intolerable. Juez Nieto cultivó las japoneserías y el mito, y sus lánguidas pero barrocas escenas recuerdan no poco las de otro prócer del Art Nouveau, el checo Alfons Mucha. Reparamos en un "Heliogábalo" cuyo protagonista es la viva imagen del avieso Jerjes de 300, y caigo en la cuenta de que también el escritor Antonio de Hoyos y Vinent, uno de los grandes amigos de Juez Nieto, homosexual como él, se sirvió del atroz emperador romano para una de sus más conocidas obras, La vejez de Heliogábalo. Pero Juez Nieto compaginaba sus fabulaciones eróticas con una minuciosa atención a lo oscuro de la existencia. Muchos de sus cuadros son representaciones fúnebres o diabólicas, visiones tenebristas o desgarros existenciales, con aires al Bosco y William Blake, y abundancia de personajes inquietantes, como un esqueleto tocando una flauta o un mono disfrazado de rey (u obispo). Así se aprecia en "Letanía de Satanás", "Nuestras Señoras de la Tristeza" o "Letanía vitae", un tríptico en el que vemos, a un lado, a una pareja haciendo el amor; en el otro, a la muerte con su guadaña; y, en el centro, la figura monstruosa del Destino, que rige una sociedad que ha sucumbido a los siete pecados capitales. Pese a la opulencia de su imaginación y la hipnótica brillantez de su obra, algo tuerce la consideración que Antonio Juez Nieto me inspira: su apoyo al levantamiento de Franco y a la dictadura que instauró. Siempre políticamente muy conservador (a diferencia de su amigo Hoyos y Vinent, que, pese a ser de familia noble, se hizo anarquista, colectivizó sus propios bienes y murió en 1940 en una cárcel franquista), pronunció varias charlas en Radio Extremadura en los años de la Guerra Civil a favor de los sublevados, que luego recogió en una serie de folletos patrióticamente intitulados Al servicio de España, siguió colaborando después en la prensa oficial, y hasta pintó, entre 1941 y 1943, un por otra parte soberbio tríptico ortodoxa pero vergonzantemente titulado "La oración de España. Una, Grande y Libre". Por fin, cuando ya no pudo seguir pintando, por una alergia al cobalto (que es algo tan cruel como que un ceramista tenga alergia al barro o un político corrupto, a los billetes de 500 euros), las autoridades lo nombraron jefe de parques y jardines de la ciudad de Badajoz en 1948, para que pudiera mantenerse. Su trabajo en este terreno, y nunca mejor dicho, fue sobresaliente, como ya lo había sido en los anteriores, pero me cuesta sobreponerme a su identificación con un régimen faccioso, que, por cierto, persiguió con saña a los homosexuales y fue el responsable de la muerte de algunos de sus mejores amigos. Así me sucede con todos los grandes artistas que se refugian en el autoritarismo para salvaguardar su obra, o la posibilidad de seguir creándola. Ninguna obra decente, pienso, debe cobijarse bajo el paraguas de la indecencia. Y menos si ese paraguas no chorrea agua, sino sangre.

2 comentarios:

  1. Me ha encantado esta entrada, querido Eduardo. Siempre me río contigo. Y a veces, como en este caso, me carcajeo en algún que otro pasaje. Y en lo que respecta al tema de la manduca en Badajoz (y te hablo de hace años, no sé cómo funcionarán ahora) te recomiento el Azcona (Avda. de Elvas) y el Marchivirito (antigua carretera de Cáceres). Del primero recuerdo con pasión unas alcachofas con almejas: del segundo, un rodaballo al horno con pipirrana; ambas especialidades "quitaban el sentío". Un abrazo, amigo. Y un beso a Mª Ángeles.

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  2. El lunes visité tres librerías en Badajoz y en ninguna logré encontrar la antología "Piedra de toque". No sé si es demasiado pronto para que esté en las librerías o si es, simplemente, una lástima.
    ¡Pedazo de paseos!

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