domingo, 13 de agosto de 2017

Voces del Extremo (y III): una conferencia y las ruinas de Itálica

Mi participación en esta edición de Voces del Extremo acaba con una conferencia, que he de impartir en la casa natal de Juan Ramón Jiménez. A la vista del espíritu contestatario que impregna el encuentro, la he titulado, garciamárquezmente, "La poesía en los tiempos de la cólera". En el patio de la casa, antes de pronunciarla, me saluda David Trashumante, que me regala su poemario A viva muerte. Le agradezco el obsequio y la cordialidad. (También me regalan libros Ferran Fernández, editor de Luces de Gálibo, a quien conozco aquí, atendiendo el puesto que ha instalado en el encuentro, que anuncia la aplicación de "descuentos extremos"; Paco Cumpián, el editor malagueño, que me regala una rara edición de Dylan Thomas, cuando yo le compro otra, no menos rara, de Lawrence Ferlinghetti, con prólogo y traducción de Jesús Aguado; el poeta emeritense Eladio Méndez; el poeta y matemático astorgano, pero aragonés de adopción, Emilio Pedro Gómez; y, a través de Antonio Orihuela, Leon Félix Batista, un reputado poeta dominicano, que en varias ocasiones me ha hecho llegar sus libros por medio de amigos, dado que el servicio de correos de su país no parece inspirarle confianza. Por mi parte, además del volumen de Lawrence Ferlinghetti, compro otro del malogrado Eduardo Chirinos). La conferencia se desarrolla con normalidad, aunque casi llego tarde a iniciarla, porque Antonio Orihuela prácticamente ha acabado ya de presentarme cuando Mar, su mujer, me avisa de que me toca actuar: aquí, con un programa apretadísimo, no se espera a nadie. En la ponencia, hablo de la poesía crítica que se ha practicado en España desde la posguerra, y que se ha exacerbado con la última crisis económica y social, y de la ausencia, en mi opinión, de poesía satírica en esa lírica –aunque alguna haya habido, pero sin la entidad que la ocasión merecía, a mi juicio–. Toco también otros asuntos, como la utilidad social de la poesía –un clásico– y si la impugnación de la realidad puede hacerse solo con un lenguaje funcional y directo, que refleje sus injusticias y contradicciones, o también con otro, quebrantado y quebrantador, que descomponga sus ingredientes lingüísticos para descomponer, así, esa misma realidad y, en consecuencia, los ingredientes –y manipulaciones– ideológicos que lo sustentan –otro clásico– Cuando termino, las intervenciones se suceden. Esto también es característico de Voces del Extremo: la efervescencia dialógica, la inquietud intelectual, la crítica. Un primer contradictor me reprocha, entre otras cosas, que no haya citado, entre los nombres destacados de la poesía crítica actual –Riechmann, Orihuela, Falcón–, a Isabel Pérez Montalbán y su Cartas de amor de un comunista. Le respondo que mi canon es solo mío, y que él tiene derecho a tener el suyo, como todo hijo de vecino. Añado que Cartas de amor de un comunista me parece un buen libro, pero no superior a, por ejemplo, La marcha de 150.000.000, por ejemplo. A continuación, se pone de pie un señor bajito y rechoncho. Que alguien se ponga de pie para hablar me intranquiliza. Y mi intranquilidad está justificada: interviene, con parsimoniosa y displicente introducción ("yo, que tengo bastantes más años que cualquiera de vosotros, sé que...") y un no menos cachazudo excurso biográfico, para defender al capitalismo, gracias al cual, en su opinión, estamos todos hoy aquí. No dice que no haya habido abusos, pero sí que la economía de mercado nos ha proporcionado el bienestar de que hoy disfrutamos. Conforme se desarrolla su parlamento, observo crecer la inquietud en el auditorio: la gente se remueve en el asiento, lanza al improvisado orador miradas de impaciencia o indignación, y cuchichea cosas entre sí, cuyo tenor no me es difícil imaginar. Pero el hombre está demasiado ocupado en discursear como para darse cuenta del tiempo que consume y del malestar que genera. No obstante, nadie le interrumpe. Yo no dejo de mirarlo, con la ingenua esperanza de que acabe pronto. De pronto, veo a Antonio Orihuela levantarse, situarse a la espalda del hombre y hacer gestos desesperados –entre el rebanamiento de cuello y la acción de las tijeras– para que lo corte. Pero eso me transfiere a mí la responsabilidad del cese, y no sé si me apetece ejercerla. Quique Falcón, que hasta entonces había estado escuchándolo todo sentado en el suelo, contra una pared, con la apacibilidad de un yogui mediterráneo, me releva entonces de esa responsabilidad: se pone de pie (aunque él no me causa ninguna alarma) y, sin preocuparse por el punto en el que se encuentra la dilatada arenga del espontáneo, llama mi atención y me enumera algunos autores recientes que sí han practicado la poesía satírica. Quique parece frágil, pero, cuando conviene, despliega una saludable rotundidad. Se lo agradezco mucho. Todos se lo agradecemos mucho. Pero aún faltan dos intervenciones, ambas significativas. Una me supone un viaje en el tiempo: al fondo de la sala, una mujer cetrina, de edad indeterminada, y tocada con una gorra vagamente revolucionaria, se pone también de pie (con mi correspondiente desasosiego) y afirma estar convencida de que, al menos en su país, Nicaragua, la poesía cambia la realidad, aunque no especifica cómo. Luego recuerda el horror de la dictadura somocista y el progreso que ha supuesto la revolución sandinista, aunque ese progreso –pienso yo– haya conducido a un régimen filodictatorial como el de Daniel Ortega, con la inestimable ayuda de su mujer, Rosario Murillo, hoy vicepresidenta, sin haber acabado con el secular subdesarrollo del país. La última intervención es de otra mujer, española, que lamenta que no haya mencionado a más féminas en mi conferencia. Mi respuesta reitera la que he dado a mi primer interlocutor: este canon es el mío, y se compone de aquellos autores u obras que juzgo más relevantes. No obstante, sí he mencionado a bastantes mujeres, desde Ángela Figuera Aymerich hasta Julieta Valero, pasando por Angelina Gatell, Gloria Fuertes o la propia Isabel Pérez Montalbán, entre otras. Lo que plantea esta persona supone que el compromiso ético –que suscribo: estoy a favor de la plena igualdad entre hombres y mujeres; ¿quién con alguna decencia podría no estarlo?– prevalezca sobre el gusto, sobre la desnuda  y soberana condición de lector (o de lo que sea): en la práctica, que mencione a un 50% de mujeres y a un 50% de hombres. Si me gustara más, en el ámbito del que he hablado hoy, lo que escriben las mujeres, no tendría ningún inconveniente en decirlo públicamente, con la misma naturalidad con que me he expresado en esta ocasión, aunque eso supusiera el 100% de los autores mencionados. Pero no es el caso, y mi responsabilidad conmigo mismo y con quienes me escuchan, es sostener mi verdad, mi verdad subjetiva y parcial y acaso equivocada, pero mía. La igualdad no debe suponer, a mi juicio, una equivalencia ciega entre la producción de un sexo y otro, sino la paridad en las condiciones de producción: que ninguno sufra limitaciones que el otro no padece; que ninguno esté más o mejor preparado para hacer lo mismo; y que ninguno reciba menor retribución por hacerlo. Garantizado eso, a todos se les ha de juzgar por el mismo rasero, con libertad de conciencia y autonomía crítica. El domingo por la mañana partimos para Mérida. En el camino están las ruinas de Itálica, que nunca hemos visitado y que nos apetece conocer. La entrada es gratuita, lo que no sé si me gusta: el gratis total estimula el desaprecio. Una entrada, aunque fuera simbólica, le recordaría a la gente que también la cultura tiene un precio, y esa constancia quizá le ayudaría a comprender mejor su valor (confundamos, por una vez, precio y valor). Nada más entrar, reconozco en el edificio a la derecha del acceso los célebres versos de Rodrigo Caro: "Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora / campos de soledad, mustio collado, / fueron un tiempo Itálica famosa...". No es la única inscripción que nos encontraremos en el recinto, aunque ya no haya más de carácter literario. (Podría haberlas; debería haberlas: a las ruinas de Itálica han cantado Herrera, Medrano, Rioja, Villalón, Romero Murube, Foxá y Jorge Guillén, entre muchos otros). En un rincón del anfiteatro daremos con una reproducción de la tabula gladiatoria, del 177 d. C., que contiene un edicto del emperador Marco Aurelio y de su hijo Cómodo –sí, el malo de Gladiator– regulador de los gastos de los numera gladiatoria: establecía, por ejemplo, los premios máximos que podían otorgarse a los vencedores y los impuestos que había que aplicar a los tratantes de gladiadores. Roma nos antecedió en casi todo, y también en la gestión presupuestaria. El anfiteatro de Itálica es el cuarto mayor del mundo: construido por el emperador Adriano –natural, como su antecesor Trajano, de Itálica–, podía albergar a 25 000 espectadores, una cantidad desmesurada para su época. Hoy luce achacoso –le faltan dos anillos de gradas casi completos, y los que quedan son el triste resultado de siglos de saqueos y abandono, a pesar de una restauración por otra parte poco agraciada, que ha incrustado cubos de cemento en los muros y levantado paredes de ladrillo en el monumento–, pero aún impresiona. Mientras lo visitamos, oímos la desesperación de las cigarras y olemos a pino abrasado: el calor nos desquicia a todos. En una fuente dispuesta para la supervivencia, al lado de un mirador de aves, nos refrescamos hasta empaparnos. Junto con el anfiteatro, el mayor atractivo de estas ruinas largamente bimilenarias –Itálica se fundó en el 206 a. C. para acoger a los legionarios de Escipión el Africano heridos en la batalla de Ilipa contra los cartagineses– son los mosaicos de la Casa de los Pájaros, así llamada porque uno de ellos representa, en vivos colores y figuras perfectas, a 33 especies de aves. El mosaico de la habitación de los niños está presidido por una cabeza de Medusa, que los protegía del mal de ojo. Otros aparecen acenefados por esvásticas trabadas o delicados motivos geométricos. Admiramos, en fin, los mosaicos del Planetario, con sus imágenes estelares, y de Dionisio y Ariadna, y, sobreponiéndonos a un sol pavoroso, le echamos un vistazo a las termas, que debieron de ser también imponentes en su época, pero de las que hoy apenas quedan los cimientos. Cuando salimos de las ruinas, abrevamos ferozmente en el primer bar que encontramos, uno de los muchos que viven de los turistas que las visitan. Allí, un caballero muy amable me cede el ABC del establecimiento, en cuya portada luce su "queridísima Susana Díaz" –así la califica el señor–, que hoy afirma –y por eso aparece en la portada del ABC–: "Somos socialistas, no nacionalistas". Qué gilipollez, pienso.

2 comentarios:

  1. Qué bueno el título: garcíamárquezmente " La poesía en los tiempos de la cólera ". Te impregnaste del realismo mágico. Eduardo, me alegra que nombres a Eduardo Chirinos Arrieta, he leído su libro de poemas Mientras el lobo no está de Colección Visor poesía.
    Me repito, hubiera sido un placer asistir a este evento.

    Un abrazo.

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  2. Definitivamente, esta es la entrada en la que debería haber copiado este enlace. Lo vuelvo a copiar (sí, lo sé, soy muy pesada): http://vocesdelextremopoesia.blogspot.com.es/2017/08/la-poesia-en-los-tiempos-de-la-colera.html?m=1

    Algunas de las intervenciones que describes son significativas por previsibles. Primero, la reclamación sobre los no nombrados (antologados, reconocidos, etc. La lista puede ser tan variopinta como la de las amantes de Florentino Ariza. ), como si fuera posible o deseable la unanimidad en lo que a uno le interesa estéticamente... Estar en desacuerdo razonado y consciente es fantástico y, sin embargo, parece inevitable competir en excelencia (¿o es excelsitud?) de criterio y gusto.
    Después, el cansino asunto de la paridad. ¿Qué necesidad tienen las buenas poetas de que sea la paridad lo que las haga visibles? Se bastan y se sobran. ¿Qué necesidad tiene la poesía de que poetas mediocres -mujeres como hombres- se atrincheren en sus páginas porque les tocó en el 50%?

    Eso por un lado, y luego está "la desesperación de las cigarras desquiciadas". Esto ya daría para otro comentario plasta.

    Besos.



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